Pablo Iglesias siempre ha tratado de dar a sus discursos un aire de sentido común fuertemente impostado en combinación con una serie de gestos efectistas y eficaces con el objetivo de captar la atención del espectador. Desde el "tic tac" a "el miedo va a cambiar de bando" pasando por la "cal viva" y el "cierre al salir" Pablo no ha dejado nunca pasar la oportunidad de acuñar frases que puedan quedar grabadas en la memoria del espectador, confeccionando en el proceso una política de gestos radicales que no suelen estar respaldados por hechos o un discurso sólido.
Ahora, tras haberse convertido Podemos bajo su mando en una carcasa vaciada de vida política y con el ansiado maletín de vicepresidente en sus manos, cabe preguntarse donde apuntaba Iglesias realmente. Si el objetivo de sus palabras era atacar a los rivales que señalaba (el PSOE, las "élites" o Vox, según el momento) o reforzar su posición como líder al frente del partido. La radicalidad vacía de sus mensajes le ha permitido mantenerse a la cabeza de su formación, desechando en el proceso el sueño de superar al PSOE y a quienes no querían o podían seguir su ritmo.
Las palabras no salen gratis, como ya pudo comprobar cuando sus antiguas declaraciones volvieron para morderle en el trasero tras la compra del chalet. Más pronto o más tarde, de una u otra manera, se pagan. Tras años de externalización de los costes de su retórica Iglesias ha agotado su crédito político. Ahora vive de prestado, dejando como legado las deudas de sus exabruptos en el Gobierno a quien le suceda como líder a la izquierda del PSOE, ya sea en Podemos o Izquierda Unida.
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