El coronavirus ha devorado con el paso de los días la normalidad. Eventos inamovibles, calendarios cerrados, compromisos irrompibles; todos volatilizados ante su realidad arrolladora. Encerrados en nuestras casas somos espectadores pasivos de esta tragedia difícil de comprender en su totalidad. Continúa siendo difícil de creer hasta que se sale a la calle. Algunos la viven en sus carnes, como pacientes o sanitarios, y nos dejan sus testimonios. Los vemos a través de nuestras pantallas junto a historias idénticas procedentes de infinidad de países, narradas todas en una soledad abierta a todo el mundo. Combinamos estas píldoras de tragedia con píldoras de escapismo y seguimos esperando.
Cada tarde se aplaude a unos trabajadores que no vemos y que luchan contra un mal invisible. Se aplaude en una especie de comunión laica y nos encomendamos al Estado. Entre furiosos y decepcionados seguimos confiando en él, nuestro único escudo frente al mundo. El Estado, la política, la vida; entrelazados ahora forman un espectáculo lamentable. La enormidad de la situación hace que todas las declaraciones resulten a la vez insuficientes y excesivas y, por encima de todo, obscenas.
Todos los días saben y igual y todos los días son historia. Historia reluciente recién salida de fábrica que nos pasa por encima.
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