Desde hace años se nos ha lanzado la demagógica idea de que el ecologismo es el capricho de unos pocos. Quieren convencernos de que los ecologistas son un puñado de hippies dispuestos a quitarle a muchos el pan de la mesa a cambio de conservar un paraje natural cualquiera sin valor alguno, solo para que lo disfruten unos pocos senderistas venidos de la ciudad. Agitan este hombre de paja imbuidos de un egoísmo profundo, y de un espíritu desarrollista propio del siglo pasado, ese espíritu que tantas tragedias ecológicas ha alumbrado; desde el Mar de Aral hasta la Sierra Minera de Cartagena. Para defender el uso y abuso que hacen de la tierra insultan y patalean, y meten el miedo en el cuerpo de los que menos tienen. Nada más lejos de la realidad.
El patrimonio natural no es solo un valor en sí mismo justificable por su propia belleza que a todos, pobres o ricos, nos encanta contemplar. El patrimonio natural es un capital económico y social que pertenece a todos. Cada vez que se asola un paraje para construir bloques de apartamentos que dentro de unas pocas décadas no valdrán nada, se roba a todos los habitantes presentes y futuros de ese espacio. ¿Qué aportan a la Región las ciudades desierto llenas de segundas residencias, más allá de empleo precario y temporal? El ejemplo más claro y patente de este expolio lo presenta el Mar Menor, que ha sido utilizado como vertedero hasta provocar la catástrofe natural que hoy nos avergüenza frente a Europa. Cabe preguntarnos por qué, ¿qué motiva a ciertos actores económicos a llevar a cabo acciones tan dañinas con el entorno?
La respuesta es sencilla y dura: la más pura avaricia. Hay que decirlo claramente, hay actividades económicas que roban y destruyen el patrimonio de todos, actividades económicas que convierten en negocio la destrucción del medio ambiente. Encuentran así una manera muy eficiente de externalizar los costes derivados de ciertos negocios, o dicho de otra manera, de hacer que toda la sociedad paguen parte de tus facturas. Los municipios del Mar Menor que dependen de la pesca y el turismo pagan indirectamente las facturas de la bonanza económica de la agricultura del campo de Cartagena. No se trata de un simple accidente. No existe solución a este problema que no pase por la asunción de esta realidad por parte de los actores políticos y sociales que luchan por la conservación de la albufera. No luchan sólo por el valor crematístico del entorno sino que también luchan por la continuación de las condiciones necesarias de vida para los habitantes de la zona.
Todos los murcianos pagamos las consecuencias de la miope avaricia de la desarrollismo desenfrenado, que no se detiene ante nada. Manchan el nombre de la Región como manchan sus aguas; subterráneas y en superficie, dulces y saladas, y sabotean el resto de actividades económicas que no dependen directamente de las ya mencionadas. Veamos el caso del turismo. ¿Qué turista quiere visitar un entorno natural que cuyo uso primario durante el resto del año es el de vertedero?¿Qué decían antes de la crisis propiciada por el coronavirus los hosteleros de la zona? Aunque ahora este problema quede camuflado por la coyuntura que nos toca vivir, nos va a tocar enfrentarlo igualmente. Ojalá el Gobierno Regional aproveche estos meses o años de respiro para intentar recuperar la situación.
La cultura del pelotazo, agrícola o urbanístico, tiene las patas muy cortas y en la Región ya pagamos la consecuencias de su limitado recorrido. Mientras que en algunas comarcas la realidad es ya inapelable, como en el Mar Menor, en algunos lugares es directamente insoportable. Este es el caso de Los Alcázares, municipio que se ve sometido a inundaciones cada vez que caen cuatro gotas campo arriba ya que, aberraciones urbanísticas aparte, se ha visto convertido en la boca de desagüe de buena parte del campo de Cartagena. Bajan en tromba hasta el pueblo aguas que han caído incluso a decenas de kilómetros de distancia. ¿No destruye cada riada miles de euros en Los Alcázares? Todos esos daños no son sino la pura externalización de los costes derivados de la explotación agrícola y de los pelotazos urbanísticos, todo ello auspiciado por la alucinante y cómplice dejación de funciones que hace de sus competencias la CARM.
Ojalá se limitaran las consecuencias terribles de esta explotación del territorio a las puramente económicas pero sabemos que no es así. La salud también se resiente. Que se lo pregunten a los habitantes de la comarca de la Sierra Minera que ante la pasividad de las administraciones autonómica y central siguen sufriendo día a día una realidad dramática y silenciosa, una realidad que ha vuelto a salir a relucir estos días debido a que se han encontrado metales pesados en el entorno de un colegio en La Unión. Esas consecuencias para la salud, que también se toman otras formas en el entorno del Mar Menor, son también una externalización de costes. ¿Qué más estamos dispuestos a permitir?¿Qué precio le ponemos a nuestra salud? En la Región al menos uno muy barato.
Me gustaría lanzar la vista al pasado y encontrar en la historia de nuestro pedacito de España un acontecimiento alentador. Me gustaría pero no los hay. La Sierra Minera sigue contaminada, la balsa Jenny sigue donde siempre, los metales pesados siguen entrando al Mar Menor y en el cuerpo de los habitantes de la comarca. El río Segura sigue apareciendo cada vez que llueve lleno de sospechosas espumas de alguien que considera más rentable echarlas al río. Se continúa arrasando la Huerta y las administraciones no parecen tener intención real de protegerla. En este sentido queda todo por hacer en la Región, queda protestar y queda despertar. Queda soñar con que nuestra Región puede seguir siendo hermosa y darnos cuenta de que para ello tenemos que limpiar la suciedad que cubre esta joya mediterránea.
Comentarios
Publicar un comentario