Ayer noche todos teníamos ganas de escuchar las palabras que nuestro rey Felipe VI nos tenía preparadas. El confinamiento impuesto por la epidemia y las noticias contando cómo le salpicaban las corruptelas de su padre consiguieron reunir más audiencia que ningún otro discurso real desde 1992, cuando aún había muchos que se declaraban juancarlistas pero no monárquicos. Hoy día, en cambio, quedan monárquicos pero ningún juancarlista.
Sabíamos perfectamente que el objetivo primero del discurso era arengar y animar a la nación en la lucha contra el virus (sic). Sabíamos perfectamente que en referencia a su padre y las cuentas en el extranjero para sus bien retribuidas comisiones no podíamos esperar más que unas vagas y genéricas alusiones a la necesidad de que la corona sea ejemplo de limpieza y honradez. Y a pesar de todo, a pesar de nuestras más que bajas expectativas, a pesar de que lo sabíamos, quedamos perfectamente decepcionados.
El rey hizo acto de presencia como por simple formalidad, como cuando tu madre te llamaba para que salieras de la habitación para saludar a las visitas, pura ritualística vacía. El rey agradó a quienes querían verlo y desagradó a quienes no querían, como era esperable, pero a todos resultó irrelevante. La irrelevancia, la normalidad anodina de alto funcionario que rodea a Felipe en todos sus actos, volvió a hacer acto de aparición, esta vez destacada por lo extraordinario de la situación. Un mensaje de Navidad puede, o incluso debe, ser irrelevante, pero una alocución como la de ayer no puede serlo. El rey y la monarquía no pueden permitírselo. Una monarquía que resulta irrelevante pone de manifiesto que no sirve para nada. Los Borbones no nos sirven para nada y ayer volvieron a demostrarlo.
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