A raíz de la polémica que ha surgido en torno a las protestas contra la masificación del turismo, un tema sobre el que se puede hablar largo y tendido, se han presentado muchas posibles soluciones. En general todas ellas se centran en reclamar una mayor capacidad de decisión de los inquilinos o propietarios de los diferentes apartamentos de un bloque o de los vecinos de un barrio sobre las actividades que se dan en su interior y plantean un debate de fondo que choca tangencialmente con el concepto de propiedad privada tal y como la entendemos.
En este conflicto vemos a los vecinos reclamando como parte afectada voz en los mecanismos monetizados del mercado mediante una acción política (porque, no debemos olvidarlo, toda protesta y toda huelga es política). Se niegan a no tener voz sobre lo que sucede en sus barrios por no poder pagarla.
Especialmente mezquino resulta el ataque mediático a las asociaciones que intentan llamar la atención sobre un problema que es ampliamente reconocido por quienes viven en las zonas afectadas. En un macabro juego dialéctico se les convierte en enemigos de su propia clase que con sus acciones ponen el peligro el sustento de numerosos trabajadores. Se les convierte en enemigos de la primera industria del país y se sugiere así la idea de que ciertas demandas, aún pudiendo ser interpretadas como justas dentro del marco político y económico actual, en última instancia podrían afectar a la estabilidad económica del estado y por tanto de la sociedad.
Empieza a resultar obvio que una industria que no solo crea un empleo precario y temporal, sino que hace aumentar el coste de vida al que se enfrentan los trabajadores va a crear unas tensiones que ya estamos viendo. ¿Están nuestras ciudades a subasta al mejor comprador? Todo apunta a que sí. Las clases políticas y capitalistas deberían darse cuenta de que están construyendo un castillo sobre las espaldas del precariado, y este terreno es, como las vidas del precariado, sumamente inestable. Nosotros mismos, nuestras ciudades y nuestros barrios son un recurso más a explotar y somos tratados con los mismos criterios con los que se trata al resto de recursos. Tratan de abaratar los costes de nuestra explotación lo máximo posible, sin dedicarle demasiado tiempo a la sostenibilidad de esa explotación bajo la premisa de que mientras sea legal, será sostenible. Y por eso combaten continuamente para expandir los límites del marco legal.
El desarrollo económico no se preocupa de su propia sostenibilidad. ¿Cómo vamos a esperar que el sistema que tenemos se preocupe de la sostenibilidad de la explotación de los recursos, y por ende de la sostenibilidad de nuestras vidas, cuando se desentiende de su propio futuro?
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